Babelia 13 de
octubre de 2015
Pero quien busque a ese obseso del morbo y la lascivia,
no lo encontrará en La ley del menor. El Ian McEwan de hoy es un
elegante caballero que reflexiona sin amenazar, sentado en un sillón de su
club, con un escocés en la mesita.
La protagonista de esta historia, la jueza de familia
Fiona Maye, no vive entre psicóticos peligrosos, sino entre sesudos códigos
legales. No atiende casos penales, sino conflictos interculturales. Y su
principal problema íntimo es precisamente la ausencia de intimidad. O, ya puestos,
de cualquier emoción. Fiona está a punto de llegar a los 60 y dedica toda su
energía a su trabajo. No ha tenido hijos. Su matrimonio naufraga en la rutina.
Al comenzar la novela, su esposo le anuncia que desea tener una aventura con
una jovencita, porque ya no puede más de aburrimiento.
La Razón siempre ha obsesionado a McEwan. Prefiere de
protagonistas a intelectuales capaces de poner orden en el caos de la biología
cerebral (Sábado), el medio ambiente (Solar) o las intrigas
políticas (Operación Dulce), tipos brillantes y esclavos de su propia
inteligencia. Fiona Maye mantiene la línea. En su historia, la Razón se
enfrenta a la Fe.
Mientras su matrimonio se hunde, el juzgado de Fiona
recibe el caso de un adolescente testigo de Jehová que padece leucemia y
necesita una transfusión urgente. Pero el chico, debido a sus creencias
religiosas, se niega a recibir la sangre. Le toca a la jueza decidir si los
médicos deben inyectarle la vida contra su voluntad, es decir, si una persona
tiene derecho a morir por sus convicciones o si el Estado puede forzarla a
actuar racionalmente.
Como un veneno, a lo largo de su carrera, los temas de
McEwan han ido atravesando la epidermis y acercándose al cerebro. Lo mismo ha
ocurrido con su prosa. Ciertamente, a este autor nunca le ha interesado la
pirotecnia. No le atrae el divertido virtuosismo de su compañero de generación
Martin Amis, capaz de colocar 12 seudónimos de “pene” en la misma frase.
Tampoco tiene la imaginación de Kazuo Ishiguro, que se mueve con la misma
soltura en la ciencia ficción o en un cuento de hadas. Lo de McEwan siempre ha
sido realismo directo y austero, sin experimentos. Aun así, en sus primeros
trabajos, McEwan ponía el acento en la tensión narrativa. Algo terrible siempre
estaba a punto de ocurrir. Alguien iba a sacar una navaja para cortarle las
bragas a alguien. En cambio, conforme se adentra en el siglo XXI, su estilo va
regresando al XIX.
La escritura de La ley del menor consiste en una larga
enumeración de detalles sobre la Administración de justicia en Reino Unido, la
habitación del hospital, el mueble bar de Fiona o los horarios de los funcionarios.
La exposición puede volverse exasperante, quizá porque McEwan trata de hacernos
vestir el traje gris de su protagonista, o quizá simplemente porque ya no le
interesa escandalizar. Se ha jubilado como provocador para asumir el papel de
conciencia moral de su sociedad, igual que uno deja de ser un alegre soltero y
empieza a llenar la declaración de la renta.
Y sin embargo, aunque ya no lleve un cuchillo entre los
dientes, McEwan se mantiene fiel a sus esencias. Si en el siglo XX el tabú era
el sexo o la historia oculta de Occidente, hoy el tabú es la Fe: esa pulsión
ilógica que hace a la gente actuar de modo extraño… O poner bombas.
La Europa de hoy es Fiona Maye, esa funcionaria racional
que cumple todas las normas, pero se siente insatisfecha consigo misma, se
enfrenta a gente que no entiende y se pregunta si sus herramientas conceptuales
bastarán para sobrevivir. Con su historia, Ian McEwan vuelve a meter el dedo en
la llaga y retiene el título de gran explorador de nuestros miedos.
La ley del menor. Ian McEwan. Traducción de Jaime Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2015. 216
páginas. 17,90 euros
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