jueves, 23 de febrero de 2012

LA INMORTALIDAD DE MILAN KUNDERA. Texto de Olga Guirao


Milán Kundera nació en Checoslovaquia en 1929 y a raíz de la invasión soviética de su país, se exilió en Francia en 1975, donde reside desde entonces, reconocido como uno de los novelistas vivos más interesantes, profundos y personales de nuestra civilización, lo que le ha valido un enorme éxito de público y un buen número de premios, entre los que, cabe citar, a título de ejemplo, el Commonwealth Award, al conjunto de su obra, en 1981, el Premio Europa en 1982 y en 2007 el Premio Nacional de Literatura de su país natal.

Milán Kundera ha escrito tanto ensayo –El arte de la novela, El telón, Un encuentro y Los testamentos traicionados-, como relatos, poesía y teatro, pero no cabe duda de que el núcleo duro de su obra es la novela, una forma de novela muy singular, como La broma, La vida está en otra parte, La despedida, El libro de la risa y el olvido, La lentitud, La identidad, La Ignorancia, la famosísima y maravillosa La insoportable levedad del ser, y por supuesto La inmortalidad, que es el libro del que nos ocuparemos en este ocasión.

En mi opinión se trata de un libro absolutamente imprescindible que, tal como ocurre a veces con las grandes obras –con la “caza mayor” para decirlo a la manera de Cesar Garzón-, cambia irremediablemente el modo en que percibimos ciertos aspectos de nuestra realidad contemporánea.

Después de haber leído La inmortalidad con todo el detenimiento que merece, el tono de algunos sujetos – de las “almas ruidosas” por ejemplo- difícilmente volverá a pasarnos inadvertido, porque el malestar de Kundera –y su ironía- lo ha puesto al descubierto para siempre; tras pasar por La inmortalidad ya no volveremos a padecer inermes y desconcertados el castigo de la música ambiente, la intolerable fealdad del ruido que nos machaca de la mañana a la noche, sin darnos cuenta cabal de todo el malestar que nos depara, porque resulta que el músico que hay en Kundera –ese exquisito conocedor del valor del silencio- nos ha dado una lección inestimable y elegantísima sobre el particular.

En efecto, La inmortalidad penetra tan hondo -tan lejos- en la inane vulgaridad – y en la impostura- de nuestro mundo contemporáneo que logra ponerla al descubierto de una manera indeleble: hay que ser casi sordo para sustraerse del todo al poder de abrasión de esa crítica implacable y desolada que viaja por La inmortalidad con una aparente suavidad –casi como simples variaciones de una misma melodía-, articulada en torno al valor simbólico de los gestos y a su fuerza moral.

De hecho, todo empieza con un gesto –el gesto de despedida, encantador y sin edad, de una anciana en una piscina- a partir del cual van surgiendo, ordenados por la relativa particularidad y significación de sus propios gestos personales, ciertos personajes contrapuestos, como Anges y Laura –y también el padre y la madre de ambas- o como Goethe y Bettina Brentano, contraposición en la que se va poniendo de manifiesto el verdadero peso –es decir, la insignificancia- del mundo de la pura imagen que es la realidad en la que vivimos hoy en día. Por esa razón, en opinión de Kundera, la inmortalidad ya no es -ya no será nunca más-, el espacio en el que pervivía la obra de arte como tal; porque resulta que la inmortalidad se ha transformado en una mera notoriedad grotesca, vacía de toda relevancia y significado objetivo y abandonada por completo a la huera sentimentalidad de los mediocres, devenidos así en verdaderos jueces o, mejor dicho, inquisidores, de la singularidad del genio, de tal modo y hasta tal punto, que incluso cabe preguntarse si la misma obra de arte ha perdido su razón de ser y su sentido.

Por ese motivo, en el último tercio de la novela, el autor, siguiendo el paso a uno de sus personajes –el de Rubens-, afirma lo siguiente: “Cuando el hombre tiene talento para una actividad a la que ya le han sonado las campanadas de medianoche (o aún no le han sonado las de la primera hora), ¿qué ocurre con su talento? ¿Se transforma? ¿Se adapta? ¿Se convierte Cristóbal Colón en director de una empresa de viajes? ¿Escribirá Shakespeare libretos para Hollywood? ¿Producirá Picasso series de dibujos animados? ¿O todos estos grandes talentos se harán a un lado, se irán, por así decirlo, al convento de la historia llenos de cósmica desilusión por haber nacido fuera de tiempo, fuera de la época que es la suya, al margen del cuadrante para cuyo tiempo fueron creados?”.

No parece que Kundera se propusiera responder entonces a todas estas preguntas pero, en cualquier caso, si los libros tienen columna vertebral, seguramente la de este libro en particular está en el capítulo 15 de la segunda parte –que precisamente se titula “La inmortalidad”-. Allí Hemingway y Goethe vienen a lamentarse de que la inmortalidad ya no sea más que una forma de juicio eterno, despachado de cualquier manera por un juez inapropiado: una suerte de cotilleo colosal.

Sin embargo es posible que lo más irónico de este libro perfecto consista en que Kundera lo publicó antes del fenómeno de internet, en 1989, al parecer, empujado por el escándalo que le producía entonces la impudicia de las cámaras fotográficas. No obstante, lo cierto es que, cuando lo escribió, aún no había tenido que vérselas con el furor inquisitorial de los motores buscadores, a los que, hoy en día, ya no puede sustraerse nadie o escapar, y sobre los que, por si fuera poco, no reina la menor jerarquía intelectual. En suma, en La inmortalidad Kundera habla desde el siglo XX pero al XXI, con una especie de lucidez casi premonitoria, como si hubiera adivinado lo que se nos venía encima a toda velocidad.

Olga Guirao.

3 comentarios:

  1. Interesante crítica (como tus obras). No conocía el libro pero ahora me interesa y seá mi próxima lectura.
    Gracias, Olga.

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  2. Perdón por la errata: lógicamente no quise dcir "seá" sino "será".
    Gracias.

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  3. La clarividencia de kundera, al anticiparse con horror a este mundo repleto de cámaras fotográficas donde todo queda inmortalizado hasta la ridiculez, hasta que pierde totalmente su sentido...cuantas veces recuerdo sus palabras y me asombro de esa anticipación, de ese conocimiento tan profundo de la naturaleza y la estupidez humana, cuantas veces, como Agnes quisiera llevar un único nomeolvides delante de los ojos para no tener q mirar nada mas, para escapar de la fealdad del mundo. Q gran genio.


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