jueves, 24 de marzo de 2011

La historia y la novela 1


Decía Virginia Wolf que una novela es algo que le pasa a alguien en algún momento y en algún lugar. Una novela tiene, pues cuatro elementos de los que no puede prescindir: los hechos, el espacio, el tiempo y los personajes. Todos estos elementos ¿qué conforman? ¿La historia o la novela?

¿Qué es una novela?

Lo más seguro es que se responda que se trata de una historia. Una historia que tiene un principio un desarrollo y un desenlace. Por tanto, lo primero de todo es que una novela cuenta una historia.

¿Una historia es una novela?

La contestación es que no. Una historia no es una novela, es simplemente una historia. Hay multitud de historias que se pueden contar oralmente. Todo aquello que se pueda contar oralmente no es una novela. Es una historia, simple o compleja, que puede ser muy interesante o incluso muy divertida. Pero nunca será una novela. Porque novela, es decir, literatura sólo puede serlo aquello que necesite la escritura para ser contado.

¿Cuál es la importancia de la historia en una novela?

Hay dos maneras de definir la importancia de la historia en relación con la novela, y las dos son igual expresivas:

La primera: La historia es la espina dorsal de la novela. Sin historia, el cuerpo de la novela tendría dificultades para sostenerse. La historia le da consistencia. Pero es simplemente la base, ese esqueleto esencial que nos permite mantener el cuerpo erguido y movernos.

La segunda: La historia es el carril por el que circula la novela de principio a fin. Se trata de un simple carril. Pero la importancia de ese carril es extraordinaria porque nos da otra de las claves de la novela: el orden. La historia debe seguir una lógica que haga comprensible, es decir, un orden. Los hechos deber estar organizados en una secuencia temporal. Como decía E. M. Forster: Toda novela lleva dentro un reloj y el lector, mientras lee, está inconscientemente escuchando el tic-tac de ese reloj que es la secuencia temporal de la novela. Es el denominador común de todas las novelas. Pero sólo eso. No es la novela

miércoles, 9 de marzo de 2011

ESTUPOR Y TEMBLORES. La película


TÍTULO ORIGINAL Stupeur et tremblements
AÑO 2003


DIRECTOR Alain Corneau
GUIÓN Alain Corneau (Novela: Amélie Nothomb)
MÚSICA J.S. Bach

REPARTO Sylvie Testud, Kaori Tsuji, Taro Suwa, Bison Katayama, Yasunari Kondo, Sokyu Fujita, Gen Shimaoka, Heileigh Gomes, Eri Sakai


CRÍTICA. Ehavled Jef. Filmaffinity

LO QUE PERMITIMOS ES LO QUE PROMOVEMOS

La historia que este filme nos presenta está evidentemente exagerada por su autora original, Amélie Northomb y por el guionista-director que la ha llevado al cine, Alain Corneau. ¿Por qué? Porque cualquier occidental que haya vivido y trabajado en Japón nos puede confirmar que lo que le ocurre a la protagonista es algo inconcebible. Es decir, resulta increíble que en una empresa japonesa radicada en Japón, al menos desde los años ochenta del siglo XX hasta hoy mismo, sometan a un occidental contratado como trabajador a las humillaciones y abusos casi de estilo militarista-degradante a que es sometida Amélie, máxime cuando en Japón son especialmente respetuosos con los occidentales, sobre todo con los europeos.

Amélie Northomb es la autora del libro autobiográfico en el que se basa esta película (“Estupor y temblores”. Anagrama. Barcelona 2004) el cual fue publicado en Francia, 1999, y galardonado con el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa.

Amélie nació en Kobe, Japón, el año 1967. Hija del embajador de Bélgica en ese país oriental, vivió y aprendió el japonés. A la edad de cinco años se estableció con su familia en Europa. Amélie soñaba desde jovencita con volver a su tierra de nacimiento la cual añoraba y tenía idealizada desde su infancia. Con más o menos veintidós primaveras (año 1989-90) y dado su dominio del japonés consiguió ser contratada por un año como traductora en una gran corporación de Tokio. Es justamente es este momento de su vida donde comienza y se centra la película que nos ocupa, donde se nos cuenta las amarguras y desconsideraciones que ha de vivir Amélie en su oficina, debido a la sinrazón de sus jefes, compañeros y al sistema cuadriculado-dictatorial típico de la empresa japonesa, que aquí es presentado como casi militarista cuartelero, con una absolutizada cadena jerárquica de mandos, desde la cual no se tolera ni perdona al empleado que intente saltársela.

Lo llamativo y chirriante es que una mujer occidental, europea, francófona, con noción de saber exigir sus derechos o de rebelarse, soporte todos estos atropellos. Amélie aguanta las continuas cabronadas que le hacen con la clásica o muy parecida mentalidad sumisa de la cultura japonesa. ¿Por qué? Según ella, porque se ha propuesto resistir su año de contrato a pesar de las más groseras humillaciones. Pero también hay otra razón que cualquiera puede contemplar: Amélie es de temperamento temeroso, de esa clase de personas que cuando le faltan el respeto en lugar de contestar o reaccionar indignada, se muestra débil, atemorizada, da pie a que la sigan humillando más y más; o sea, lo suyo no sólo es estupor y temblores, es también la típica personalidad asustadiza, amilanada, cagueta, que hace cierto el dicho «Lo que permitimos es lo que promovemos», aunque a posteori sí tenga redaños para denunciar los hechos escribiendo una polémica y fulgurante novela.

Entrevista: AMÉLIE NOTHOMB


Nació en Japón, pero cuando probó el chocolate supo que era belga. Así que a nadie puede extrañar que, después de haber crecido dando tumbos como hija de padre diplomático entre Nueva York, Laos, Birmania, China o Bangladesh, acabara escribiendo sobre un tema tan crucial como difícil de resolver en nuestros días: la frontera. “Todos mis libros tratan de eso. De las fronteras”, cuenta Amélie Nothomb.

Quizá esa maraña cosmopolita tejida en su obra sea la clave del éxito global que disfruta. Las fronteras exteriores e interiores. Otras cosas también. Asuntos serios como su obsesión por la identidad, y a la vez otros rasgos más livianos, pero no menos determinantes. Una frescura. Un descaro. Un estilo directo y mordaz. Entre irónico y nihilista, siempre rápido, brillante, sorprendente, sujeto a una extraña compulsión que le lleva a escribir a veces más de tres historias al año, aunque sólo publique una.
“Acabo de terminar mi libro número 65”, asegura, abriendo los ojos, un tanto ajena a la melena morena, a juego con sus atuendos negros, coherente con su imagen algo neogótica. Lo ha pulido en su horario espartano. De cuatro a ocho de la mañana, como una especie de vampiresa de la literatura que después de beberse de golpe un litro de té chupa tinta antes de que salga el sol.
Cuando la jornada del resto del mundo comienza, el trabajo de Amélie Nothomb termina. Y así va apilando cuadernos. Unos que han visto la luz, como Estupor y temblores, Metafísica de los tubos, Anticrista, Biografía del hambre o, ahora, De Adán y de Eva (Anagrama), y otros que guarda para sí misma sin enseñar a nadie.
Relatos redactados a mano y escritos previamente en su cerebro, como dice ella, durante alguna noche de insomnio o en los trayectos de metro, bajo las calles de París y Bruselas, entre las que vive a caballo. “En una busco tranquilidad; en la otra, guerra”, comenta Amélie en la penumbra de su despacho en la sede de la editorial Albin Michel, al lado del cementerio parisiense de Montparnasse. Un despacho estrecho y pequeñito donde se apilan cajas, cartas y cuadernos en blanco que le envían sus lectores para alentarla a escribir más y más. No lo necesita. Le sale del alma.
Me sorprende que haya escrito usted un libro de amor. Ya. ¡Qué raro! ¿No?
Aunque también trata sobre malentendidos. Errores de traducción que marcan. Pues sí. Yo es que creo que cada historia de amor es un malentendido. Y cuando se trata de una historia entre personas de diferentes culturas, el malentendido todavía es peor. Pero es más honesto. Porque lo sabes desde el principio. Cuando una belga se enamora de un español, no piensas que se pueden dar esas confusiones. Más o menos sabes lo que te puede pasar, y si te sorprendes, pues resulta más raro.
Raro, pero lo otro es más excitante. ¿El desconocimiento cultural da morbo? Eso es una maravilla. Entre un chico japonés y una belga, se da por supuesto que existe esa barrera. No lo descubres. Lo sabes.
Cuando habla de una belga, ¿se refiere a usted? ¿De dónde se siente? Ah, bueno. Eeeehhhh.
Se lo pregunto porque no sabemos muy bien de dónde es Amélie Nothomb. Finalmente, después de muchos años, creo que soy belga. ¿Qué significa ser belga? Pues no ser de ningún sitio, no tener una identidad clara, definida. Al menos me he dado cuenta de que no soy japonesa, algo que no tenía claro antes de que me pasara lo que cuento en este libro.
Ya, porque al regresar a Japón con poco más de 20 años, usted se sentía japonesa. Pero al volver a salir sabía que no lo era. Me di cuenta. Podía creerlo. Pero ahora incluso sé que yo era entonces ya belga, aunque no fuera consciente porque mi identidad era algo muy vago, y eso es completamente belga. Me da la sensación de que es algo que no ocurre con los españoles o los franceses. No sé.
Es que, al tiempo que éste es un libro sobre el amor, también trata sobre la identidad. Como todos los míos. Yo escribo sobre la identidad. Pero es que una de las claves del amor es la búsqueda de la identidad. De la identidad propia y de la de la persona que amas. Nunca encuentras la identidad de nadie si no lo conoces a fondo, y la mejor manera de conocer a alguien profundamente es mediante el amor.
Desde luego. ¿Y no puede existir una identidad mucho más plena en la búsqueda del amor que en el sentimiento de pertenencia a un país o a una región? Bueno, es fácil hablar de estas cosas cuando han acabado. Mientras lo estás viviendo, ni te lo planteas.
Ni te viene a la mente. Nadie filosofa sobre la identidad cuando está en una nube amorosa. Hay cosas mucho más importantes. ¡Por supuesto! Ni sabes qué pasa. No piensas en nada. Sientes. Sólo quieres sentir.
Hay algo que puede parecer extraño. La mezcla del amor con el sentimiento de los samuráis. Es que, en el mundo de los samuráis, el amor es un asunto crucial.
¿Así que amar supone también ir a la guerra? Puede ser muchas cosas. Pero al leer el código samurái del siglo XVII te das cuenta de que trata sobre el amor. Dicen que deben amarse entre ellos, aunque no decirlo nunca, eso sería obsceno para ellos. Ridículo. También debes amar a quien matas. Mira que son raros los japoneses, por eso me fascinan tanto. En mi caso, cuando Rinri (el protagonista junto a la propia Nothomb) me dice que le dé el abrazo del samurái, creo que es lo que convierte esta historia en algo diferente. Una historia bella.
Y verdadera. ¿Completamente autobiográfica? Al cien por cien.
¿Se va desnudando ante sus lectores poco a poco? En este libro se cuentan tantas cosas como se callan. Hay autores que se desnudan mucho más. Yo creo que hay límites y nunca los traspaso.
Este libro, en manos de Michel Houellebecq, hubiese sido otra cosa. O escrito por Catherine Millet.
Así que vamos descubriendo a Amélie poco a poco. ¿Y ella? ¿También se va descubriendo mientras escribe? Por supuesto. Como decía Virginia Woolf, nada ocurre hasta que no lo escribes”. Suscribo esta frase completamente. A veces me sorprendo a mí misma en lo que sale sobre el papel. ¡Dios mío! ¿Ésta soy yo? Las palabras son el espejo. Con la diferencia de que cuando te miras en uno real, a veces te encuentras horrible, pero sobre el papel, nunca. Es algo fresco. No resulta ni narcisista ni espantoso, es muy auténtico. Así que finalmente soy como he descrito aquí, y no es tan malo.
¿La escritura es un acto reflejo y reflectante, entonces? Ambas cosas.
Escribe cosas autobiográficas y de fenómenos socialmente extraños que nos rodean. ¿Cuándo sufre más? Depende. Es difícil escribir. No quiero decir con eso que sea doloroso. Me refiero a que es intenso. Pero me gusta así. Si fuera sencillo, fácil, no lo disfrutaría.
¿Y para hacerlo todavía más difícil de lo que es se levanta usted a las cuatro de la mañana para escribir? ¿Equipara la dureza del oficio a la de una disciplina rígida? Bueno, eso cuesta. Sobre todo en invierno. Pero no es que necesite endurecerlo todavía más, es que lo que no es difícil no merece la pena. Como el amor. Cuando es fácil, aburre.
Además, escribe más de lo que publica. Me interesa lo que tiene guardado bajo llave. ¿Qué es? ¿En qué se diferencia con lo que conocemos sus lectores? No es para tanto. No se engañe. Sencillamente me reservo el derecho de no sacarlo a la luz.
¿Pero qué son? ¿Novelas? ¿Poemas? ¿Rarezas? Son historias como las demás. Pero no quiere decir que no me gusten más. Simplemente, que no me apetece compartirlas. Como pasa con algunos hijos, no quieres compartirlos con todo el mundo, pero eso no significa que no los quieras.
¿Cuántos ha parido hasta la fecha? Llevo 65 y he publicado unos 17 o así. No sé, me confundo.
No hay duda de que quiere usted ser madame Simenon, como su compatr Nació en Japón, pero cuando probó el chocolate supo que era belga. Así que a nadie puede extrañar que, después de haber crecido dando tumbos como hija de padre diplomático entre Nueva York, Laos, Birmania, China o Bangladesh, acabara escribiendo sobre un tema tan crucial como difícil de resolver en nuestros días: la frontera. “Todos mis libros tratan de eso. De las fronteras”, cuenta Amélie Nothomb.

Quizá esa maraña cosmopolita tejida en su obra sea la clave del éxito global que disfruta. Las fronteras exteriores e interiores. Otras cosas también. Asuntos serios como su obsesión por la identidad, y a la vez otros rasgos más livianos, pero no menos determinantes. Una frescura. Un descaro. Un estilo directo y mordaz. Entre irónico y nihilista, siempre rápido, brillante, sorprendente, sujeto a una extraña compulsión que le lleva a escribir a veces más de tres historias al año, aunque sólo publique una.
“Acabo de terminar mi libro número 65”, asegura, abriendo los ojos, un tanto ajena a la melena morena, a juego con sus atuendos negros, coherente con su imagen algo neogótica. Lo ha pulido en su horario espartano. De cuatro a ocho de la mañana, como una especie de vampiresa de la literatura que después de beberse de golpe un litro de té chupa tinta antes de que salga el sol.
Cuando la jornada del resto del mundo comienza, el trabajo de Amélie Nothomb termina. Y así va apilando cuadernos. Unos que han visto la luz, como Estupor y temblores, Metafísica de los tubos, Anticrista, Biografía del hambre o, ahora, De Adán y de Eva (Anagrama), y otros que guarda para sí misma sin enseñar a nadie.
Relatos redactados a mano y escritos previamente en su cerebro, como dice ella, durante alguna noche de insomnio o en los trayectos de metro, bajo las calles de París y Bruselas, entre las que vive a caballo. “En una busco tranquilidad; en la otra, guerra”, comenta Amélie en la penumbra de su despacho en la sede de la editorial Albin Michel, al lado del cementerio parisiense de Montparnasse. Un despacho estrecho y pequeñito donde se apilan cajas, cartas y cuadernos en blanco que le envían sus lectores para alentarla a escribir más y más. No lo necesita. Le sale del alma.
Me sorprende que haya escrito usted un libro de amor. Ya. ¡Qué raro! ¿No?
Aunque también trata sobre malentendidos. Errores de traducción que marcan. Pues sí. Yo es que creo que cada historia de amor es un malentendido. Y cuando se trata de una historia entre personas de diferentes culturas, el malentendido todavía es peor. Pero es más honesto. Porque lo sabes desde el principio. Cuando una belga se enamora de un español, no piensas que se pueden dar esas confusiones. Más o menos sabes lo que te puede pasar, y si te sorprendes, pues resulta más raro.
Raro, pero lo otro es más excitante. ¿El desconocimiento cultural da morbo? Eso es una maravilla. Entre un chico japonés y una belga, se da por supuesto que existe esa barrera. No lo descubres. Lo sabes.
Cuando habla de una belga, ¿se refiere a usted? ¿De dónde se siente? Ah, bueno. Eeeehhhh.
Se lo pregunto porque no sabemos muy bien de dónde es Amélie Nothomb. Finalmente, después de muchos años, creo que soy belga. ¿Qué significa ser belga? Pues no ser de ningún sitio, no tener una identidad clara, definida. Al menos me he dado cuenta de que no soy japonesa, algo que no tenía claro antes de que me pasara lo que cuento en este libro.
Ya, porque al regresar a Japón con poco más de 20 años, usted se sentía japonesa. Pero al volver a salir sabía que no lo era. Me di cuenta. Podía creerlo. Pero ahora incluso sé que yo era entonces ya belga, aunque no fuera consciente porque mi identidad era algo muy vago, y eso es completamente belga. Me da la sensación de que es algo que no ocurre con los españoles o los franceses. No sé.
Es que, al tiempo que éste es un libro sobre el amor, también trata sobre la identidad. Como todos los míos. Yo escribo sobre la identidad. Pero es que una de las claves del amor es la búsqueda de la identidad. De la identidad propia y de la de la persona que amas. Nunca encuentras la identidad de nadie si no lo conoces a fondo, y la mejor manera de conocer a alguien profundamente es mediante el amor.
Desde luego. ¿Y no puede existir una identidad mucho más plena en la búsqueda del amor que en el sentimiento de pertenencia a un país o a una región? Bueno, es fácil hablar de estas cosas cuando han acabado. Mientras lo estás viviendo, ni te lo planteas.
Ni te viene a la mente. Nadie filosofa sobre la identidad cuando está en una nube amorosa. Hay cosas mucho más importantes. ¡Por supuesto! Ni sabes qué pasa. No piensas en nada. Sientes. Sólo quieres sentir.
Hay algo que puede parecer extraño. La mezcla del amor con el sentimiento de los samuráis. Es que, en el mundo de los samuráis, el amor es un asunto crucial.
¿Así que amar supone también ir a la guerra? Puede ser muchas cosas. Pero al leer el código samurái del siglo XVII te das cuenta de que trata sobre el amor. Dicen que deben amarse entre ellos, aunque no decirlo nunca, eso sería obsceno para ellos. Ridículo. También debes amar a quien matas. Mira que son raros los japoneses, por eso me fascinan tanto. En mi caso, cuando Rinri (el protagonista junto a la propia Nothomb) me dice que le dé el abrazo del samurái, creo que es lo que convierte esta historia en algo diferente. Una historia bella.
Y verdadera. ¿Completamente autobiográfica? Al cien por cien.
¿Se va desnudando ante sus lectores poco a poco? En este libro se cuentan tantas cosas como se callan. Hay autores que se desnudan mucho más. Yo creo que hay límites y nunca los traspaso.
Este libro, en manos de Michel Houellebecq, hubiese sido otra cosa. O escrito por Catherine Millet.
Así que vamos descubriendo a Amélie poco a poco. ¿Y ella? ¿También se va descubriendo mientras escribe? Por supuesto. Como decía Virginia Woolf, nada ocurre hasta que no lo escribes”. Suscribo esta frase completamente. A veces me sorprendo a mí misma en lo que sale sobre el papel. ¡Dios mío! ¿Ésta soy yo? Las palabras son el espejo. Con la diferencia de que cuando te miras en uno real, a veces te encuentras horrible, pero sobre el papel, nunca. Es algo fresco. No resulta ni narcisista ni espantoso, es muy auténtico. Así que finalmente soy como he descrito aquí, y no es tan malo.
¿La escritura es un acto reflejo y reflectante, entonces? Ambas cosas.
Escribe cosas autobiográficas y de fenómenos socialmente extraños que nos rodean. ¿Cuándo sufre más? Depende. Es difícil escribir. No quiero decir con eso que sea doloroso. Me refiero a que es intenso. Pero me gusta así. Si fuera sencillo, fácil, no lo disfrutaría.
¿Y para hacerlo todavía más difícil de lo que es se levanta usted a las cuatro de la mañana para escribir? ¿Equipara la dureza del oficio a la de una disciplina rígida? Bueno, eso cuesta. Sobre todo en invierno. Pero no es que necesite endurecerlo todavía más, es que lo que no es difícil no merece la pena. Como el amor. Cuando es fácil, aburre.
Además, escribe más de lo que publica. Me interesa lo que tiene guardado bajo llave. ¿Qué es? ¿En qué se diferencia con lo que conocemos sus lectores? No es para tanto. No se engañe. Sencillamente me reservo el derecho de no sacarlo a la luz.
¿Pero qué son? ¿Novelas? ¿Poemas? ¿Rarezas? Son historias como las demás. Pero no quiere decir que no me gusten más. Simplemente, que no me apetece compartirlas. Como pasa con algunos hijos, no quieres compartirlos con todo el mundo, pero eso no significa que no los quieras.
¿Cuántos ha parido hasta la fecha? Llevo 65 y he publicado unos 17 o así. No sé, me confundo.
No hay duda de que quiere usted ser madame Simenon, como su compatriota, que hizo casi 200 novelas. Quizá sea una manía belga. Un tío raro, Simenon. Deseaba mucho la fama, pero si te acercas, te da miedo.
Amélie también inquieta. No sé… No sé si yo doy miedo.
Es cosa de los belgas. Quizá. La gente cree que los belgas somos afables, amables, buena gente. Pero si te acercas, encuentras a Marc Dutroux, ¿se acuerda? Y otros tantos monstruos. Muchos fingen ser buenos y dan miedo, están llenos de secretos sucios. Lo creo y lo sé.
Seguimos, como ve, dándole vueltas a la identidad. La patria de un escritor es la lengua. Así que usted también es francesa. ¿Le gusta? Además es el país donde tiene más éxito. Cierto. Gracias a ese éxito, Francia es también mi hogar. Más dedicándome a la literatura. En Bélgica no es gran cosa. Pero en Francia… ya sabe. La literatura. La escritora. Es como ser un Dios.
La pobre y rara Amélie. Sí, bueno, no me ven como algo raro; se alegran, pero no le dan más importancia a lo mío que a un futbolista.
¿La sospecha de que era usted belga empezó quizá con su adicción al chocolate? Más o menos. Pero también estando fuera de Bélgica. Cuando vivía en Japón y en Francia. Ya se sabe que es el otro quien nos revela la verdad. En Francia me he dado mucha cuenta de eso. Tan cerca y tan diferente.
¿Cómo son los franceses? Se pelean siempre por tener razón. Eso me da mucho miedo. Muchas veces cuando estoy en una cena y todos discuten por imponer su opinión me entra angustia cuando compruebo que a veces no tengo ninguna. También son muy intelectuales. En Bélgica no somos así, como los franceses, que opinan tantas cosas al tiempo cuando yo apenas tengo una solamente. Los debates se endurecen siempre con el tema de la comida.
Eso es religión. Sí. También están empeñados en seducir a quien tienen al lado, en Bélgica no nos preocupamos de eso. Con los franceses, al principio sentía que estaban todos enamorados de mí al sacar un libro y me equivocaba completamente. Sólo quieren seducirte.
Así que, en lugar de leerla, lo que querían era acostarse con usted. No, no sólo era una cosa sexual. Les pasa a la hora de conversar. Quieren seducirte hablando.
Es que en España la seducción siempre suele llevar a lo otro. Somos muy básicos. En Francia no. Se puede dar el caso, pero no siempre. Pretenden que por lo menos te enamores de su cerebro.
¿Hacer el amor con la cabeza? Eso. Sentir que pasa algo, que puede llegar a pasar algo.
¿Después de un orgasmo intelectual previo? Más o menos. En Bélgica no pasa eso. Me parece fascinante. Por eso creo que me he enamorado de un francés. Bélgica es buena para descansar, en Francia vivo emociones más fuertes. Allí busco la paz belga, y cuando quiero guerra, vengo a París.
Pero no me ha respondido a lo del chocolate. Bueno, sí. El chocolate tuvo mucho que ver en lo de sentirme belga. Lo explico en Metafísica de los tubos. Antes de probar el chocolate era un monstruo que sólo gritaba y lloraba. Hasta que vino mi abuela y me lo puso en la boca. Ésa fue la clave. El nexo que me unía con los belgas.
Después tuvo sus problemas con la comida. Su hermana también. Decidieron juntas dejar de comer. Por entonces vivían en Bangladesh. ¿Fue una cosa de principios? No soy psicóloga y no tengo una explicación. Pero el hecho de que viviéramos allí, sin duda influía. También estábamos en pleno inicio de la adolescencia.
Despegándose de un cuerpo para entrar en otro. Perdiendo nuestro cuerpo. También fue algo que tuvo que ver con nuestro amor mutuo. Mi hermana y yo estábamos muy unidas. Pensábamos que el hecho de crecer nos separaría. Al crecer, te alejas y no lo deseábamos. Sellamos una especie de pacto no escrito.
¿Conscientemente? No. No sabíamos lo que hacíamos.
¿Cuánto les costó recuperarse? La anorexia, en sí, en mi caso, unos dos años y medio. Pero hay secuelas que duraron nueve más. Es una enfermedad muy larga, no hay que aterrorizarse, pero dura mucho. A mí me afectó una barbaridad. Estuve a punto de morir. Llegué a un extremo en que caía o salía. Me salvé al cien por cien y ahora siento placer comiendo. Para mi hermana ha sido más largo porque no fue tan traumático y puedes convivir con una anorexia leve toda la vida, comiendo muy poco.
Para alguien anoréxico, ¿qué significa la idea de comer? Es sencillamente el infierno. Una tortura. Te sientes culpable, comer es el mal absoluto. En mi caso, creo que me salvó la escritura e irme a Japón. Cuando regresé allí después de haberme ido a los cinco años y pisé suelo japonés, me sentí feliz. Me encontré tan bien…
Entonces, Japón y la literatura le salvaron. Sí, sí. De todas formas, por supuesto, no recomiendo a nadie que caiga en ello. Es algo durísimo. Pero, como de todo hay que aprender, a mí la enfermedad me enseñó algo. No sé si hoy sería escritora sin haberla padecido. Puede que sí. Pero sería una escritora completamente distinta y otra persona también. Descubrí muchas cosas con la anorexia.
¿Qué? Por ejemplo, el hecho de comer como una cuestión social. Cuando no comes, estás solo. Nadie te quiere al lado si no deseas comer. Yo no soy una persona solitaria, pero eso lo sientes.
La gente come también porque recuerda que ha pasado hambre. Lo que era una necesidad, ahora se ha convertido en placer y esa metamorfosis aún no se ha asumido. ¿La anorexia puede ser producto de esa transformación social de la comida? Es difícil saberlo. Hay tantas razones para explicar la anorexia como personas que la padecen. La mayoría son niñas y chicas, es algo que también tiene que ver con la feminidad, pero no soy psiquiatra.
La escritura también le llegó en plena adolescencia. A los 17 años. En Europa me sentía muy mal. Y no escribía sobre mí. Recuerdo mi primer relato. En el futuro, el mundo se había convertido en un huevo gigante. En la yema estaban los poderosos, y los pobres, en la clara. Se produjo una revolución. Los pobres tomaron la yema y el huevo explotó convirtiéndose en una enorme tortilla que se perdió durante años por el espacio.
Una metáfora más que apropiada para lo que está ocurriendo hoy. Ya, ya. Ahora nos reímos, pero yo me tomé aquello muy en serio.
Es que resulta tan real como surreal. Los huevos son una gran metáfora para todo.
¿Y dónde meteríamos a Obama? ¿En la yema o en la clara? En la clara, sin duda.
¿Y a Sarkozy en la yema? Hombre, claro. Es tan vulgar… Como belga no debería criticarlo mucho. Llevamos dos años casi sin gobierno. Pero es mejor no tener gobierno que soportar a Sarkozy. Obama, en cambio, me llena de esperanza. No será el paraíso, pero algo va a cambiar a mejor, sin duda. Para Irak, para la economía. Desde luego.
¿Qué es el éxito? Usted que lo tiene, ¿a qué cree que se debe? ¿A que va al grano? ¿A sus extrañas mezclas? No lo sé. Es un misterio. No tengo ni idea. No sé si mis obras son buenas o malas. Tampoco me planteo eso para los trabajos que admiro de otros escritores. Sé que me gustan y me vale.
¿Qué le apetece seguir explorando? ¡Todo! Todo lo que tiene que ver con el género humano. Porque nuestras relaciones pueden ser catastróficas o maravillosas.
Lo gracioso de que ahora nos venga con una novela de amor es que parecía algo que usted despreciaba. No lo he despreciado. Puede ser algo horrible, pero al tiempo es maravilloso. En mis libros siempre trato de encontrar fronteras. Fronteras entre seres humanos. Para evitar las guerras, encontremos la frontera correcta. Si no eres consciente de que esas fronteras van a aparecer, vas mal. Debes encontrarla pronto para evitar conflictos. No es tan fácil.
¿Así que la medida de nuestras relaciones está en las fronteras? Como en la geografía. Igual.
¿Qué cree que escribirá en el futuro? Sé que hay un libro que no he escrito y que debo hacer. Creo que ése será mi mejor libro.
¿A qué espera? Todavía es demasiado pronto. No ha llegado el momento. Hay que esperar a que algunas personas no se encuentren con nosotros. Y que yo no me muera antes de hacerlo. No significa que los que he escrito hasta ahora no sean importantes.
¿Necesita que se produzca algo, como Truman Capote hizo para terminar ‘A sangre fría’? No, hombre. No voy a compararme con Truman Capote. No soy tan estúpida.
Bueno. Pero ¿a quién le apetece compararse? ¿A quién admira? Uff. ¡Hay tantos a los que admiro! Desde Capote hasta Simenon o Marguerite Yourcenar, a los japoneses Mishima, Murakami…
¿Lee con la misma pasión que escribe? Con la misma.
¿Y cuál es la frontera de un gran escritor? ¿Leer tan bien como escribe? Una mezcla de ambas cosas. Yo busco ese equilibrio. Necesito tanto una cosa como la otra. Pero también la vida.
Escribir, leer, vivir, sufrir, disfrutar, ¿todo a la vez? ¿Es ése el alimento de la literatura? No me da miedo el sufrimiento, pero no disfruto con ello. Lo importante son las emociones fuertes. El amor, el desamor. El miedo…
Algunas de sus obras dan yuyu, realmente. Me gusta el miedo. Y lo he experimentado a fondo a lo largo de mi vida. El miedo a escribir es enorme. Françoise Sagan lo decía: “La escritura da miedo. Tanto como conocer a un amante”. Entiendo muy bien esa frase. Cuando conoces a un amante, te aterras ante la posibilidad de no estar a la altura. Lo mismo pasa con la escritura.
¿Y cuál es su problema con los asesinos? Bueno, es lo que hemos hablado antes de las fronteras. El problema del otro. A menudo, el otro puede ser un engorro. A veces te entran ganas de matar a alguien, pero no puedes. Lo prohíbe la ley. Pero la literatura te lo permite. Puedes jugar con eso y te sientes bien. ¿Por qué no desahogarme así?
Hay elementos que también le ayudan a desahogarse en sus novelas. Son marcas de la casa, como la comida o la música. Entre Bach y Radiohead no se ha dejado a nadie en medio. El caso de la música supone una búsqueda constante. Entrar en otro territorio de sentimiento, sensación. Radiohead es un claro ejemplo de cosas inexploradas por el lenguaje en los que su música penetra mejor que tú. Otra frontera. Del cerebro. Un más allá. La música es una forma estupenda para explorar los límites de la mente.

iota, que hizo casi 200 novelas. Quizá sea una manía belga. Un tío raro, Simenon. Deseaba mucho la fama, pero si te acercas, te da miedo.
Amélie también inquieta. No sé… No sé si yo doy miedo.
Es cosa de los belgas. Quizá. La gente cree que los belgas somos afables, amables, buena gente. Pero si te acercas, encuentras a Marc Dutroux, ¿se acuerda? Y otros tantos monstruos. Muchos fingen ser buenos y dan miedo, están llenos de secretos sucios. Lo creo y lo sé.
Seguimos, como ve, dándole vueltas a la identidad. La patria de un escritor es la lengua. Así que usted también es francesa. ¿Le gusta? Además es el país donde tiene más éxito. Cierto. Gracias a ese éxito, Francia es también mi hogar. Más dedicándome a la literatura. En Bélgica no es gran cosa. Pero en Francia… ya sabe. La literatura. La escritora. Es como ser un Dios.
La pobre y rara Amélie. Sí, bueno, no me ven como algo raro; se alegran, pero no le dan más importancia a lo mío que a un futbolista.
¿La sospecha de que era usted belga empezó quizá con su adicción al chocolate? Más o menos. Pero también estando fuera de Bélgica. Cuando vivía en Japón y en Francia. Ya se sabe que es el otro quien nos revela la verdad. En Francia me he dado mucha cuenta de eso. Tan cerca y tan diferente.
¿Cómo son los franceses? Se pelean siempre por tener razón. Eso me da mucho miedo. Muchas veces cuando estoy en una cena y todos discuten por imponer su opinión me entra angustia cuando compruebo que a veces no tengo ninguna. También son muy intelectuales. En Bélgica no somos así, como los franceses, que opinan tantas cosas al tiempo cuando yo apenas tengo una solamente. Los debates se endurecen siempre con el tema de la comida.
Eso es religión. Sí. También están empeñados en seducir a quien tienen al lado, en Bélgica no nos preocupamos de eso. Con los franceses, al principio sentía que estaban todos enamorados de mí al sacar un libro y me equivocaba completamente. Sólo quieren seducirte.
Así que, en lugar de leerla, lo que querían era acostarse con usted. No, no sólo era una cosa sexual. Les pasa a la hora de conversar. Quieren seducirte hablando.
Es que en España la seducción siempre suele llevar a lo otro. Somos muy básicos. En Francia no. Se puede dar el caso, pero no siempre. Pretenden que por lo menos te enamores de su cerebro.
¿Hacer el amor con la cabeza? Eso. Sentir que pasa algo, que puede llegar a pasar algo.
¿Después de un orgasmo intelectual previo? Más o menos. En Bélgica no pasa eso. Me parece fascinante. Por eso creo que me he enamorado de un francés. Bélgica es buena para descansar, en Francia vivo emociones más fuertes. Allí busco la paz belga, y cuando quiero guerra, vengo a París.
Pero no me ha respondido a lo del chocolate. Bueno, sí. El chocolate tuvo mucho que ver en lo de sentirme belga. Lo explico en Metafísica de los tubos. Antes de probar el chocolate era un monstruo que sólo gritaba y lloraba. Hasta que vino mi abuela y me lo puso en la boca. Ésa fue la clave. El nexo que me unía con los belgas.
Después tuvo sus problemas con la comida. Su hermana también. Decidieron juntas dejar de comer. Por entonces vivían en Bangladesh. ¿Fue una cosa de principios? No soy psicóloga y no tengo una explicación. Pero el hecho de que viviéramos allí, sin duda influía. También estábamos en pleno inicio de la adolescencia.
Despegándose de un cuerpo para entrar en otro. Perdiendo nuestro cuerpo. También fue algo que tuvo que ver con nuestro amor mutuo. Mi hermana y yo estábamos muy unidas. Pensábamos que el hecho de crecer nos separaría. Al crecer, te alejas y no lo deseábamos. Sellamos una especie de pacto no escrito.
¿Conscientemente? No. No sabíamos lo que hacíamos.
¿Cuánto les costó recuperarse? La anorexia, en sí, en mi caso, unos dos años y medio. Pero hay secuelas que duraron nueve más. Es una enfermedad muy larga, no hay que aterrorizarse, pero dura mucho. A mí me afectó una barbaridad. Estuve a punto de morir. Llegué a un extremo en que caía o salía. Me salvé al cien por cien y ahora siento placer comiendo. Para mi hermana ha sido más largo porque no fue tan traumático y puedes convivir con una anorexia leve toda la vida, comiendo muy poco.
Para alguien anoréxico, ¿qué significa la idea de comer? Es sencillamente el infierno. Una tortura. Te sientes culpable, comer es el mal absoluto. En mi caso, creo que me salvó la escritura e irme a Japón. Cuando regresé allí después de haberme ido a los cinco años y pisé suelo japonés, me sentí feliz. Me encontré tan bien…
Entonces, Japón y la literatura le salvaron. Sí, sí. De todas formas, por supuesto, no recomiendo a nadie que caiga en ello. Es algo durísimo. Pero, como de todo hay que aprender, a mí la enfermedad me enseñó algo. No sé si hoy sería escritora sin haberla padecido. Puede que sí. Pero sería una escritora completamente distinta y otra persona también. Descubrí muchas cosas con la anorexia.
¿Qué? Por ejemplo, el hecho de comer como una cuestión social. Cuando no comes, estás solo. Nadie te quiere al lado si no deseas comer. Yo no soy una persona solitaria, pero eso lo sientes.
La gente come también porque recuerda que ha pasado hambre. Lo que era una necesidad, ahora se ha convertido en placer y esa metamorfosis aún no se ha asumido. ¿La anorexia puede ser producto de esa transformación social de la comida? Es difícil saberlo. Hay tantas razones para explicar la anorexia como personas que la padecen. La mayoría son niñas y chicas, es algo que también tiene que ver con la feminidad, pero no soy psiquiatra.
La escritura también le llegó en plena adolescencia. A los 17 años. En Europa me sentía muy mal. Y no escribía sobre mí. Recuerdo mi primer relato. En el futuro, el mundo se había convertido en un huevo gigante. En la yema estaban los poderosos, y los pobres, en la clara. Se produjo una revolución. Los pobres tomaron la yema y el huevo explotó convirtiéndose en una enorme tortilla que se perdió durante años por el espacio.
Una metáfora más que apropiada para lo que está ocurriendo hoy. Ya, ya. Ahora nos reímos, pero yo me tomé aquello muy en serio.
Es que resulta tan real como surreal. Los huevos son una gran metáfora para todo.
¿Y dónde meteríamos a Obama? ¿En la yema o en la clara? En la clara, sin duda.
¿Y a Sarkozy en la yema? Hombre, claro. Es tan vulgar… Como belga no debería criticarlo mucho. Llevamos dos años casi sin gobierno. Pero es mejor no tener gobierno que soportar a Sarkozy. Obama, en cambio, me llena de esperanza. No será el paraíso, pero algo va a cambiar a mejor, sin duda. Para Irak, para la economía. Desde luego.
¿Qué es el éxito? Usted que lo tiene, ¿a qué cree que se debe? ¿A que va al grano? ¿A sus extrañas mezclas? No lo sé. Es un misterio. No tengo ni idea. No sé si mis obras son buenas o malas. Tampoco me planteo eso para los trabajos que admiro de otros escritores. Sé que me gustan y me vale.
¿Qué le apetece seguir explorando? ¡Todo! Todo lo que tiene que ver con el género humano. Porque nuestras relaciones pueden ser catastróficas o maravillosas.
Lo gracioso de que ahora nos venga con una novela de amor es que parecía algo que usted despreciaba. No lo he despreciado. Puede ser algo horrible, pero al tiempo es maravilloso. En mis libros siempre trato de encontrar fronteras. Fronteras entre seres humanos. Para evitar las guerras, encontremos la frontera correcta. Si no eres consciente de que esas fronteras van a aparecer, vas mal. Debes encontrarla pronto para evitar conflictos. No es tan fácil.
¿Así que la medida de nuestras relaciones está en las fronteras? Como en la geografía. Igual.
¿Qué cree que escribirá en el futuro? Sé que hay un libro que no he escrito y que debo hacer. Creo que ése será mi mejor libro.
¿A qué espera? Todavía es demasiado pronto. No ha llegado el momento. Hay que esperar a que algunas personas no se encuentren con nosotros. Y que yo no me muera antes de hacerlo. No significa que los que he escrito hasta ahora no sean importantes.
¿Necesita que se produzca algo, como Truman Capote hizo para terminar ‘A sangre fría’? No, hombre. No voy a compararme con Truman Capote. No soy tan estúpida.
Bueno. Pero ¿a quién le apetece compararse? ¿A quién admira? Uff. ¡Hay tantos a los que admiro! Desde Capote hasta Simenon o Marguerite Yourcenar, a los japoneses Mishima, Murakami…
¿Lee con la misma pasión que escribe? Con la misma.
¿Y cuál es la frontera de un gran escritor? ¿Leer tan bien como escribe? Una mezcla de ambas cosas. Yo busco ese equilibrio. Necesito tanto una cosa como la otra. Pero también la vida.
Escribir, leer, vivir, sufrir, disfrutar, ¿todo a la vez? ¿Es ése el alimento de la literatura? No me da miedo el sufrimiento, pero no disfruto con ello. Lo importante son las emociones fuertes. El amor, el desamor. El miedo…
Algunas de sus obras dan yuyu, realmente. Me gusta el miedo. Y lo he experimentado a fondo a lo largo de mi vida. El miedo a escribir es enorme. Françoise Sagan lo decía: “La escritura da miedo. Tanto como conocer a un amante”. Entiendo muy bien esa frase. Cuando conoces a un amante, te aterras ante la posibilidad de no estar a la altura. Lo mismo pasa con la escritura.
¿Y cuál es su problema con los asesinos? Bueno, es lo que hemos hablado antes de las fronteras. El problema del otro. A menudo, el otro puede ser un engorro. A veces te entran ganas de matar a alguien, pero no puedes. Lo prohíbe la ley. Pero la literatura te lo permite. Puedes jugar con eso y te sientes bien. ¿Por qué no desahogarme así?
Hay elementos que también le ayudan a desahogarse en sus novelas. Son marcas de la casa, como la comida o la música. Entre Bach y Radiohead no se ha dejado a nadie en medio. El caso de la música supone una búsqueda constante. Entrar en otro territorio de sentimiento, sensación. Radiohead es un claro ejemplo de cosas inexploradas por el lenguaje en los que su música penetra mejor que tú. Otra frontera. Del cerebro. Un más allá. La música es una forma estupenda para explorar los límites de la mente.

El País. JULÍAN RUIZ MANTILLA. 1 de marzo de 2009