UN GUSTO A ALMENDRAS AMARGAS.
Se ha dicho que
una buena novela es como una cebolla. Tiene tantas capas como posibilidades de
lectura. Esta novela es mucho más que eso, y lo primero que se debe decir es
que se trata de una novela extraña. Un fruto aislado dentro del panorama de la
literatura de su tiempo. Años antes, Margarite Yourcenar había escrito las Memorias de Adriano, una novela que
marcó una época. Uno de los personajes principales de esta novela también se
llama Adriano. Pero, aunque puedan existir ecos de aquella en ésta, se trata de
dos obras muy diferentes, y por consiguiente incomparables. Si yo tuviera que
optar por una de las dos, me quedaría con ésta, no sólo porque es una novela
más de difícil de desentrañar en todas sus posibilidades de lectura, sino
porque integra el intimismo de aquella y un cariz sociológico y espiritual que
es una novedad en la novela histórica. Por tanto no se rata exactamente de una
novela histórica, aunque también lo es.
Se refiere la novela a un periodo del
imperio romano deliberadamente silenciado por los historiadores oficiales,
aunque un hecho de ese periodo tuvo una repercusión tan extraordinaria que
determinó un antes y un después. Se trata del asedio y saqueo de Roma por las
tropas bárbaras del rey godo Alarico el Grande en el verano del año 410. Este
hecho es citado por la novela en varias ocasiones, aunque de pasada, pero fue
tan trascendente que dejó consternados durante mucho tiempo a cristianos y
paganos, porque Roma, hasta entonces, había sido la ciudad eterna, una ciudad que
no había podido ser asaltada por ningún ejercito en los anteriores mil años.
San Agustín escribiría como motivo del saco de Roma su obra magna “La ciudad Dios” en la que culpaba a los
paganos de haber recibido las iras del Altísimo por su cabezonería en no
convertirse al cristianismo. Los mismo argumentos que desde su residencia de
Belén incluiría en mucho de sus escritos San Gerónimo que calificó el asalto
como el hecho más triste de la historia de la humanidad.
Veamos brevemente ese periodo de la
Historia. Cien años antes, en el año 313, el emperador Constantino el Grande,
al legalizar la Iglesia Cristiana, consiguió acabar con casi todos sus
principios en un breve plazo de tiempo. Hasta tal extremo, que la mayoría de
los historiadores están de acuerdo en que el cristianismo se transformó, tras
la legalización, en una especie de politeísmo, con la extraña Santísima
Trinidad y tal cantidad de santos, objeto de culto y devoción particular, que
en un breve plazo de tiempo superaron con creces a todos los dioses de todas
las mitologías existentes en la época. Hasta tal extremo que quedó algo
parecido a la religión tradicional romana, aunque el cristianismo fue, sin
lugar a dudas, una religión más cruel y sanguinaria. Así lo expresa el
historiador de la Religión Antonio Piñero. Los hagiógrafos católicos se llenan
la boca y las paginas de ingentes cantidades de libros sobre las persecuciones
a los cristianos. Ya en el año 197, el obispo Tertuliano escribía que “La
sangre de los mártires es semilla de cristianos”. Pero la realidad fue muy
otra. Las persecuciones de los cristianos, dada la tolerancia religiosa de
Roma, se concretó momentos puntuales, excepto la última persecución de Decio y
Diocleciano en el año 303 d.C. Pero duró muy poco tiempo. Nada por otra parte
comparable a la destrucción sistemática de toda la cultura anterior por parte
del poder cristiano y no solo toda la horrible destrucción hasta hacerla
desaparecer de la religión tradicional romana. Como se ha encargado de aclarar
el Papa Francisco en una entrevista televisiva, hay en la actualidad más
persecución de cristianos que en todas las épocas del imperio Romano. Y añadía,
“Y no es fantasía”. Pero no sólo fue la cultura romana lo que despareció,
fueron destruidos todos los libros y documentos no cristianos, hasta el
extremo, que toda la filosofía griega nos ha llegado a través de las copias que
conservaron los pueblos musulmanes. El símbolo de esa destrucción fue la quema
de la Biblioteca de Alejandría junto con le gran templo llamado Serapión por
orden del emperador Teodosio el Grande.
Con la legalización de Constantino
ocurrieron muchas cosas: La primera es que el estado se fusionó con la Iglesia,
exigiendo que las personas que ocupaban cargos públicos hubieran de ser cristianas.
Eso, que acabó llamándose cesaropapismo, hizo que el poder civil decidiese casi
todo lo que tenía que ver con la parte doctrinal de la Iglesia Cristiana. Y eso
también determinó que la mayoría de las sedes episcopales e incluso parroquias
fuesen ocupadas por arribistas que se convirtieron al cristianismo para sacar
tajada de la situación. Naturalmente hay que decir que desaparecieron en poco
tiempo dos cosas importantes propias de la Iglesia Cristiana: el papel de la
mujer a la que se impidió ser diaconisa como había sido hasta la fecha. Y la supresión
de la elección de los sacerdotes y obispos por los fieles. Esto no ocurrió de
manera pacífica. Pero también los obispos católicos reunidos en el Concilio de
Arlés, bajo la dirección de Constantino, declararon legal la ejecución de un
numeroso grupo de cristianos por parte del gobierno por haberse negado a tomar
las armas. Hasta entonces la Iglesia había sido pacifista, a partir de entonces
se fue creando la doctrina de la Guerra Santa, que emergió definitivamente con
la puerta en marcha de las cruzadas por el papa Urbano II. Otra decisión de
Constantino fue modificar el principio esencial del cristianismo de que la
iglesia debía carecer de bienes. Este principio fue abolido por Constantino y
la Iglesia acumulo a partir de entonces un inmenso patrimonio que hoy sigue
conservando y acrecentando. Y hubo otras muchas medidas y decisiones que
afectaron a la esencia de la Iglesia. Pero lo importante en relación con la
novela es el clima de terror que se creó con el emperador Teodosio el Grande.
Este emperador declaró a la Iglesia Católica como “religión oficial del
Imperio” con la consiguiente prohibición de cualquier otro tipo de culto, y
estableció penas para los que mantuviesen los cultos llamados paganos. Estas
penas, hasta llegar a la pena de muerte, fueron acrecentadas por su hijo el
emperador Honorio. Este emperador Honorio es una de los personajes de la novela
que es citado en varias ocasiones como el origen de las leyes que determinan
una parte de los actos del prefecto Adriano. En la novela gravita durante todo
su desarrollo ese clima de terror en
el que vivían todas aquellas personas que no hubiesen abrazado el cristianismo católico
y que practicasen ritos de sus propias creencias (había, además, otras muchas
formas de entender el cristianismo, como los arrianos o los donatistas que
también fueron perseguidos y aniquilados).
Apuntado el marco histórico, es
necesario referirme a los personajes, porque creo que son algo más que
personajes.
El primero de todos, el inicialmente
denominado Niliaco. Se trata de un personaje real, que ya casi desde el
principio se revela en la novela por su verdadero nombre: El poeta de
Alejandría afincado en Roma, Claudio
Claudiano. Es, con toda seguridad, el último gran poeta del imperio romano
y sus obras, que se han conservado milagrosamente, están traducidas al
castellano en la Editorial Gredos. La escritora emplea en la novela una
licencia muy bien elaborada. Como el poeta Claudio Claudiano desapareció el año
405 y en ese año determinan su muerte los eruditos, la escritora se inventa una
sentencia que lo condena al exilio de Roma y lo hace aparecer bajo una nueva
identidad en el degradado barrio de Subura. El poeta siempre se declaró no
cristiano, pero pudo sobrevivir por haberse convertido en el panegirista de los
éxitos del general en Jefe del ejercito romano, el general vándalo Estilicón y
de su mujer, la regente Serena, sobrina y ahijada del emperrado Teodosio. Estos
dos personajes, el general Estilicón y su esposa Flavia Serena, también
aparecen frecuentemente citados en la novela, cuando Claudiano recuerda los
años de su gloria en el que era el poeta oficial de la corte e incluso se le
había erigido una estatua en el foro de Trajano. Desde el punto de vista simbólico,
Claudio Claudiano, representa a la mancillada cultura tradicional romana por
parte del Cristianismo reinante que pasa de ser la luz estética del imperio a
ser un ser andrajoso y clandestino en el degradado barrio de Subura.
Adriano es un personaje que, al comienzo
de la novela, aparece como un hombre sin moral y sin principios dedicado, como
prefecto de Roma, a mantener el orden público en la ciudad. Se cita en varias
ocasiones el hecho de que exagera su carácter de ciudadano, al no ser un
verdadero romano. Valiéndose de su cargo y amparándose en su condición de
cristiano no escatima esfuerzos en enriquecerse. El poeta le recrimina desde su
celda sus actividades ilícitas aprovechándose de su cargo: “Confiscar los bienes de otros. Comprar a muy
buen precio los prisioneros de guerra bárbaros. Incorporar a tus tierra a unos
preciso irrisorios los terrenos de los campesinos que se han ido a la quiebra.
Imponer una multas y unas sanciones abusivas a los artesanos de los barrios
bajos que apenas sacan para pagarse el pan. Y entretanto, tres veces al día, si
ni no más a menudo, os arrodilláis en las basílicas y capillas, y reclutáis
seguidores para una nueva Roma a la luz de la gracia”. Adriano se ha pasado
la vida cometiendo tropelías en nombre del emperador y la Iglesia Cristiana.
Pero hay dos momentos en que la escritora lo dota de unos rasgos de humanidad
que determinan finalmente su destino. Las visitas a Eliecer Ben Ezequiel. Hay
una fascinación de Adriano por la actitud honesta e incorruptible de este rico
judío que le lleva a visitarlo en numerosas ocasiones cuando era alto cargo en
Alejandría. En esa época también se ocupa de sufragar la educación del futuro
poeta Claudiano. Y, en segundo lugar, en los últimos momentos de la novela
cuando la presencia y las palabras de Claudio Claudiano le obligan a
reflexionar y hacer un balance de su vida como cargo público. Es el símbolo del
nuevo Imperio, la personificación del terrorismo de Estado, de lo que los
historiadores llaman el “dominato” bajo la guía e inspiración del nuevo
pensamiento cristiano.
Otro personaje importante es el judío
Eliecer Ben Ezequiel, que representa ese colectivo pequeño pero influyente que
son los judíos dentro del imperio romano. Es un hombre honesto, pero siempre
comedido en sus palabras y en las respuestas que da al funcionario imperial
Adriano, guardándose sus reflexiones para los momentos de intimidad. “un hombre de gran experiencia , con un
profundo conocimiento de la naturaleza humana, con una comprensión que se
deriva de la tristeza y la amargura; un hombre piadoso, demasiado movido por el
afán de justicia como para ser
indulgente”. La
escritora también se refiere a los judíos cuando cita de pasada la destrucción
de la sinagoga de Calínicos por parte de los cristianos, dejando constancia que
este delito quedó sin castigo y reparación por la influencia que sobre el
emperador tenía el obispo San Ambrosio. A partir de la destrucción de esta
sinagoga, San Ambrosio desarrolla toda una serie de argumentaciones contra los
judíos que están en el origen de ese odio secular por parte de los cristianos
de todos los países europeos y que concluyó con el holocausto.
Otro personaje de calado es Marco Anicio
Rufo, que representa a la clase de los patricios que, como el gran Quinto
Aurelio Simaco, se negaron a convertirse al cristianismo y por ello perdieron
sus cargos, su consideración pública y sus honores, especialmente tras el
saqueo de Roma por las Tropas de Alarico el Grande. Sigue apegado a los ritos
de la religión pagana, la religión tradicional romana y apela al poeta para que
sea la voz de los perseguidos y le ayude a reivindicar los derechos de los
paganos y la vuelta de la religión tradicional, algo que ni el mismo se cree
ya. Es el que introdujo a Claudio Claudiano, tras la llegada de éste a Roma, en
los ambientes de la aristocracia romana al encargarle la oda con motivo del
nombramiento de sus sobrinos como cónsules de Roma y es también el que le que
le entrega la poeta un pergamino con su sello para que escriba sobre los
últimos años. Es el pergamino que encuentra Adriano entre los papeles de Marco
Anicio Rufo.
Hay tres personajes, quizá los más
entrañables, que representan las consecuencias de las decisiones del emperador
sobre las costumbres y la cultura tradicional. Son Pilades, actor y mimo, el
gladiador y el enano. Son los personajes que gritan “munera, munera” al paso de Honorio, reivindicando la vuelta de los
espectáculos públicos prohibidos por el emperador y que les han dejado sin
trabajo. Estos tres personajes tiene un lado oculto. Son los espías del
prefecto pata incitar a los no cristianos a realizar ritos paganos. Ellos
informan a los pretorianos para que se presenten en el momento del sacrificio
del gallo y así poderlos pillar en flagrante delito y desposeerlos de sus bienes.
Son excluidos sociales que deben recurrir a la delación para poder sobrevivir.
Por eso Pilades quiere convencer a Claudiano para que se incorpore a su troupe
y poder presentar espectáculos dignos como los que él representaba antes de la
prohibición.
Un personaje muy importante pero que se
cita sólo dos veces, una de ellas como parte de un poema de Claudiano es Manlio
Teodoro. Es el escritor erudito, honesto al que Claudiano compara con el
prefecto Adriano en un poema y que da origen a su primera condena. Adriano no
puede soportar que toda Roma se mofe de él por la situación en que la pone el
poema al compararle con Manlio Teodoro, una persona culta y honesta de verdad.
Otros personajes que se citan de pasada
son los cristianos arrianos. El propio Claudio Claudiano los cita como ejemplo
de cristianos honestos que siguen de verdad las doctrinas de Jesucristo pero
que, precisamente por ello, deben permanecer callados llevando sus creencias en
la clandestinidad por miedo a ser perseguidos.
Otro personaje cuyo nombre no se cita es
San Telémaco. Tiene mucha importancia porque su actuación aceleró la
prohibición de los espectáculos por parte del emperador. Es el eremita que
durante la representación de gladiadores se interpone entre ellos y el público
para evitar que el degradante espectáculo. Es muerto y despedazado por el
público.
Pero el personaje más entrañable es
Urbanilla. Representa a una parte del pueblo de Roma. Se nota que, de algún
manera es el personaje preferido de la escritora. “Urbanilla, hija de la ciudad. De sus padres no pude acordarse , siempre
ha vivido en la calle, bajo los puentes o bajo los arcos de los acueductos,
yendo de un lado para otros con las muchas otras gentes sin hogar, la mayoría
libertos que venían a Roma en busca de
trabajo, gente que venía huyendo de las regiones fronterizas ocupadas por los
bárbaros, mendigos de todas clases”. Ha tenido que aprender a sobrevivir y
lo ha hecho incluso en los momentos más terribles de la ciudad cuando ésta fue
asediada por los godos y sus habitantes se vieron obligados incluso a comerse
los cadáveres de los muertos. Es el único personaje que da un cierto respiro a
la novela y es quizá la única persona que por su natural ingenuidad, a pesar de
ser prostituta, demuestra una bondad y unos sentimientos de lo que carecen la
mayoría de los otros personajes.
Dos personajes capitales son el general
Estilicón y su esposa Flavia Serena. Estilicón representa una figura que los
romanos no pueden soportar. Es hijo de un general vándalo pero él se considera
un romano de pies a cabeza. Ha llegado a lo más alto de la cúspide social como
general en jefe nombrado cónsul de Roma en varias ocasiones. Es una persona
ecuánime y tolerante con todo tipo de cultos sean paganos judíos o cristianos a
los que permite convivir. Los cristianos no toleran dos cosas: que el hijo de
un bárbaro sea la figura más importante de Roma. Que se haya casado con la
sobrina ahijada del emperador y sus descendientes sean candidatos a ocupar el
puesto de emperador. Pero tampoco le toleran el objetivo que hubiera salvado a
Roma de la destrucción, que era la inclusión de esos millones de “refugiados”
que eran los bárbaros. Finalmente, y la novela lo dice explícitamente, es
ejecutado a las puerta de la catedral de Rávena de una manera ignominiosa.
En cuanto a la estructura de la novela,
la escritora la ha resuelto de una manera brillante. En primer lugar utiliza la
figura del narrador omnisciente para hacernos entrar en ese mundo oscuro de la
represión de la disidencia por parte de la nueva hegemonía cristina. Y la
centra en las figuras de Marco Anicio Rufo, Claudio Claudiano y especialmente
en Eliecer Ben Ezequiel, los tres representantes de las religiones de la época:
la tradicional romana, la cristiana y la judía. Ésta última, como se, va a
permanecer por la habilidad de sus miembros que consiguen sobrevivir como han
hecho siempre. También presenta en esta primera parte a Claudiano y la troupe de actores. A
continuación Claudio Claudiano explica su vida en primera persona y sus circunstancias
en los años que pasó como clandestino en el Subura dedicado a enseñar a otras
personas para que pudiesen sobrevivir más dignamente. Son para él, quizá, los
años en que su vida adquiere algo de la dignidad que le ha faltado mientras era
el poeta oficial. A continuación un
nueva parte omnisciente centrada especialmente en la penetración psicológica de
Adriano. Después el o testamento final de Claudio Claudiano y, por último, el
desenlace de los todos los personajes, especialmente de Claudiano y Adriano.
Claudiano no quiere permanecer en el nuevo mundo a pesar de que Adriano le ha
prometido dejarle vivir. Y Adriano se da cuenta de lo inútil de su propia
existencia dedicado a la corrupción y a ser el brazo ejecutor de nuevo orden.
La única salida digna que ven es el suicidio.
En cuanto a las posibilidades de lectura
y destacaría dos: la lectura desnuda de la historia que por sí misma tiene
relevancia; y la lectura cuidadosa del tema que la autora nos quiere hacer
llegar a los lectores: el enfrentamiento entre el nuevo poder cristiano y la
libertad individual. La implantación de una brutal dictadura que arrolla a todo
aquel que ose hacerle frente como quedó finalmente demostrado con el
aniquilamiento total de todas las bases sociales, religiosas y culturales del
imperio romano de occidente. Claudiano es el “alter ego” de la autora que le
permite desarrollar el tema sin que se note en ningún momento su presencia en
el desarrollo de la novela. Es una novela de tesis en la que la autora pretende
reparar esa ocultación histórica del terror ignominioso con el que se impuso la
religión cristiana sin ninguna posibilidad real de oposición.
En cuanto al estilo. No se me ocurre
mejor metáfora que la de una artesano fabricante de joyas que hiciese
filigranas de metales preciosos con paciencia y una profesionalidad fuera de
toda duda. Este libro es para mí una joya que creo que requiere más de una
lectura. Es verdad que la autora podría haber escrito una novela histórica de
cientos o miles de páginas porque el tema daba para ello. Pero ha preferido hacer
una miniatura en la que da por sentadas muchas de las acciones que ocurren de
pasada y a veces pueden no se captadas por los lectores que no conozcan bien
ese perdido de la historia. Pero es que ella ha preferido ser honesta, pues la
construcción de una novela extensa hubiera debilitado la potencia del tema en
beneficio de la comprensión del texto y de los personajes. Creo que estamos
ante un texto de gran literatura de extrema sutilidad en el que en solo unas
pocas paginas se explica de manera bella y exquisita uno de los periodos más
execrables de la historia de Occidente y de toda la humanidad.